I
Más o menos siete de febrero del 2011. Ya había terminado lo bueno del día y
tocaba volver a casa. Era bastante molesto tener que volver para entrar de
nuevo en su vida, era como si cada vez que saliese se acercase un poco más a
todo aquello que siempre deseo, y desea, y que solo con el tiempo lograría.
Había reído mucho con la cara ese día, había estrechado unas cuantas manos y
saludado unas cuantas veces mientras estaba con sus amigos, y su novia, de fiesta.
Era sábado noche y mañana sería domingo. Para el la semana laborable comenzaba
el domingo y abarcaba hasta el viernes noche, del viernes noche al sábado noche
era semana festiva. Se despidió de sus amigos, dejo a su novia en su casa y
automáticamente, al alejarse de la puerta de su casa, se cayó, como todas las
noches, tropezó con lo que siempre estaba, y se cayó al suelo. Aturdido,
escupió las piedras que sin darse cuenta había tragado ya hace tanto tiempo, y
cuando pudo se despejo del sueño que había tenido. Se levanto, se sacudió la
ropa, miro hacia los lados, saco el móvil para ver la hora y se dio cuenta de
que era demasiado tarde para todo, ya, lo mejor que podía hacer, era irse a
casa.
Había hecho ese camino cientos de veces y siempre resultaba ser la misma
calle. Larga en cierto modo, de unos 10 metros de ancho y formada por los muros
blanquecinos de las casas que constituían esa especie de urbanización. Caminar
no sé cuantos metros hacia el frente, torcer a la derecha, bajar la
"cuesta", que no era más que otro de los pronunciados desniveles de
la calle, llegar a casa. Siempre era lo mismo y aunque siempre sentía más o
menos lo mismo, siempre encontraba algún carácter nuevo en sus pensamientos a
medida que caminaba.
Esa noche tocaba el tema del silencio. Todo estaba demasiado tranquilo, tan solo podía escuchar su propia respiración y sus pasos. Era raro, al igual que el día anterior. Según caminaba podía ver el final de la calle, el muro que formaba la bifurcación en ambas direcciones y la calle por la que tenía que torcer.
Esa noche tocaba el tema del silencio. Todo estaba demasiado tranquilo, tan solo podía escuchar su propia respiración y sus pasos. Era raro, al igual que el día anterior. Según caminaba podía ver el final de la calle, el muro que formaba la bifurcación en ambas direcciones y la calle por la que tenía que torcer.
Entre sus ojos y la imagen del final de la calle, se situaban
esporádicamente unas nubecillas formadas por el vaho que salía de su boca por
la baja temperatura. La justa para no tener calor ni estar cómodo pero tampoco
tener frío debajo de su cazadora negra de una tela no definida. Según iban
saliendo de su interior y a medida que ascendían, creaban un áurea anaranjada
producto del juego que se traían con las luces de las farolas de la calle.
Estas, al esconderse entre los crecidos muros de arizónicas, creaban espacios
de oscuridad en los que se acurrucaban, atentos por su seguridad, familias de
gatos cuyo único camino era el recorrido de los cubos de basura a esas sombras
de seguridad. Lo único que formaba ese camino eran las casas a los laterales,
el final de la calle, los coches humedecidos y cubiertos de escarcha por la
mano de la noche y sus pensamientos, los que intentaba mantener a raya.
Esa noche se notaba peculiarmente raro. Cada paso que daba le evocaba una
situación diferente de las muchas que había vivido dando esos mismos pasos en
el pasado. Era como si por cada paso que daba se teleportase a una situación
diferente de ese mismo camino. Le desconcertaba muchísimo que algo pudiese
tener una connotación muy negativa y muy positiva al mismo tiempo. Sin darse
cuenta ya había llegado a la bifurcación y estaba girando a la derecha en
dirección a su casa. Ya había pasado la casa derruida que no creyó ver al hacer
ese mismo trayecto por primera vez, la casa en la que siempre hay un conejo
blanco en el jardín durmiendo en la misma parte y los cubos de basura que hacen
esquina con la caseta de la compañía de teléfono de la zona.
Cruzar la calle, abrir la puerta con las llaves y entrar. Había sacado
muchas veces las llaves para abrir la puerta exterior del patio de su casa, y
siempre que lo hacía sentía el mismo fracaso que a su espalda colgaba esa
noche. Era el claro ejemplo del presente que deseaba cambiar, la confirmación
de todos sus deseos no cumplidos. El anhelo de algo que no siendo suyo,
necesitaba como si su vida dependiese de ello.
Se quito las zapatillas, con mucho cuidado por si su madre dormía, las cogió
y las metió en el armario. Con mucho cuidado también, subió su las escaleras en
dirección a su cuarto y cuando se disponía a cerrar la puerta escucho una voz
que decía:
-¿Ya has llegado a casa cariño?
Era su madre que le saludaba desde la cama. En ese momento conteste:
-Si mama. Me voy a la cama, estoy demasiado cansado, mañana hablamos.
-¿Ya has llegado a casa cariño?
Era su madre que le saludaba desde la cama. En ese momento conteste:
-Si mama. Me voy a la cama, estoy demasiado cansado, mañana hablamos.