lunes, 12 de octubre de 2015

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Desciende desde lo más alto de la más alta colina, hasta el más profundo de los abismos. Y no muere. Desde la cumbre de los edificios desde los que solíamos reírnos del mundo, de los pobres y tristes que adornaban nuestra sociedad, los unos de los otros y de todo cuanto nuestra ignorancia nos ocultaba, hasta el frio, inerte y contaminado suelo. Cae recorriendo eternamente el mismo camino sin que el tiempo, las estaciones o la vida hagan mella alguna en la carne de su cuerpo o en los jirones de su alma. Y allí permanece inmóvil, como si él no formase parte del mundo que le rodea. Como si el gas tóxico que inunda el aire que inhala se disolviese en sus pulmones y se filtrase por su cuerpo para convertirse en la sangre que circula por sus venas. Ahogado y a salvo, aislado, en la burbuja por y para la que vive.