martes, 9 de diciembre de 2014

.A.H.H.

Impasible y ajeno a la realidad contemplaba todo aquel desdén. Era como si las paredes fuesen de cartón, como si fuesen parte de un decorado que se iba estableciendo a su alrededor como testimonio real de lo efímero que era todo. Cada árbol, cada edificio, cada coche, cada persona, y en general, cada cosa que formaba ese decorado tenían siempre una razón de ser y un conjunto de metas de vital importancia que no podían caer en el olvido y/o fracaso. Y lo cierto es que todas y cada una de ellas importaban tanto o tampoco como cualquier otro aspecto de la vida cotidiana. Y eso era lo que más me llamaba la atención, que aun siendo todo así de perecedero somos capaces de dejarnos la vida por algo que creemos importante cuando en realidad no lo es. Tendemos a aferrarnos al primer haz de luz que se aparece entre las nubes creyéndolo la ansiada panacea que salvará nuestras vidas. Tendemos a arriesgar todo lo que consideramos importante y parte de nosotros, por lo que podría ser solo un delirio fugaz de la realidad.

Pero así somos, aun siendo consciente de ello, por desgracia, también caí en ese colosal error. Y es que somos de carne y hueso, y por mucho que luchemos, somos presa de lo que nuestro más profundo y enterrado “yo” interior quiere hacer de nosotros. Todas esas cosas que nos esforzamos por controlar, ocultar y olvidar siempre vuelven de entre los muertos para recordarnos lo que somos.

Y es entonces cuando, caminando por la calle, te das cuenta de que todo esfuerzo es nulo y carente de sentido. Que si soplas suavemente, las calles que forman nuestra sociedad, los hogares de cientos de miles mentes encadenadas y dirigidas cual colmena, las personas que te rodean e incluso el mismísimo cielo, caerán poco a poco como si de una simple pluma que juega a balancearse sobre el aire se tratase. Como el decorado de una película, que acabada esta se desecha perdiéndose en el olvido la realidad para la que fue creado

Y habiéndote dado cuenta de esto, de cómo de controlado te tiene todo aquello que realmente dirige tus actos, detienes un segundo tu ajetreada e imparable vida para pensar si tiene sentido y por qué seguir.


Haces balance y piensas que aunque perenne y al mismo tiempo caduco, en cierto modo, siempre es nuevo. Que aunque no sea más que una semilla que nace en primavera para, con el tiempo, morir decorando de ámbar el camino, siempre constituye una razón por la que existir y seguir luchando. Que aunque todo comience en la A y acabe en la Z, quizás haya algo a la mitad que merezca ser recordado.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Sucio

Llegó un día en el que las drogas no causaban en mí el efecto que en su día me llevó a convertirme en su esclavo. Y cuando eso sucedió, sin darme cuenta, me vi buscando en cualquier pozo negro y sin fondo aquella chispa perdida que ya no encontraba con cada viaje que me pegaba. El sexo se volvió cada vez más agresivo, violento y sucio. Lo único que conocía de cada una de esas muchachas era cuantas copas necesitaban para llevármelas a la cama, si soportaban que compaginase el polvo con mis propios vicios, o en algunas ocasiones, su precio.
Los días siempre eran nublados, vacíos y eternos. Conocí lugares reservados solo para aquellos que no creían en la civilización. Lugares donde la mugre, el sustento diario, y la sangre se unían dentro y fuera del cuerpo. Donde la sociedad se estructuraba de forma piramidal, siendo el necesitado, sirvo de su camello.

Robaba por vicio. Cada día era una nueva carrera, un nuevo callejón donde esconderse y un nuevo desgraciado al que amenazar. Vivía al margen del mundo y es que fue el mundo el que me marginó. Y lo cierto es que esa necesidad no era más que un instinto primitivo de rebeldía injusta que necesitaba ser saciado. Era destrucción por el placer de la destrucción.
Todo era una nueva vorágine de sensaciones que sin saberlo me estaban condenando al más profundo de los abismos. Y lo sabía, pero aun así, nunca se me pasó por la cabeza parar.

Cada hotel al que íbamos me ocasionaba acabar durmiendo en el calabozo de la comisaria de turno. Era imposible dormir en aquellos sitios sin que acabasen como el escenario de una guerra. Era como si el mismísimo Satán se metiese en mí y susurrase en mi interior que subiese el volumen del equipo, que bebiese y me metiese todo cuanto mis “amigos” pudieran proporcionarme, y que follase hasta no tenerme en pie fruto del esfuerzo físico y de la sobre dosis de turno.
Siempre salíamos por la puerta grande, con las manos en la espalda y los grilletes en las muñecas. Con un sudor frio corriendo por nuestra frente, los ojos inyectados en sangre, y recibiendo intensas y hasta crueles miradas de los gerentes y clientes de dicho lugar. Sentía una mezcla de asco y pena de ellos por no ser capaces de saltarse el yugo de la sociedad como hacía yo, condenando sus vidas a frías y eternas monotonías que les consumían poco a poco.

 Y todo eso en las primeras noches y hasta que nos tocaba cambiar de ciudad, en cuyo caso la lucha que librábamos era la individual e interna por no matarnos al volante.
Se nos quedaba corta la carretera, conducíamos aun cuando ni si quiera éramos capaces de ver y aun así hincábamos el pie en el pedal del acelerador y nos jugábamos nuestras vidas en cada carrera como si de una simple partida de póker se tratase. Era como si de una eterna navidad se tratase con las lucecitas siempre alrededor del coche, solo que en nuestro caso las luces siempre eran rojas y azules acompañadas de multitud de estridentes sirenas gritando junto a nosotros.
Pero siempre fuimos inmortales. Siempre tuvimos el garaje de un conocido o un callejón sin ley en el que poder ocultarnos. Y cuando el organismo opresor se daba por vencido, nosotros asomábamos la cabeza y en ese momento era cuando todo volvía a empezar.

Era como un ritual. Aparcar el coche, colocarnos en posición, con los instrumentos a punto y los focos en la cara, luchar por darlo todo de ti mismo e intentar hacerlo aun cuando no podías ni sustentarte. Y aun así lo hacíamos perfecto, por eso siempre nos la comió todo el mundo.

Siempre fue una lucha, todos y cada uno de los aspectos de mi vida eran una completa y despiadada lucha. Cualquier cosa que viviese en esa época la vivía en su faceta más extrema, y gracias a ello siempre estuve solo y sin nadie.

Sin nadie que me molestase, nadie que me cohibiese, sin nadie que soltase mierda por la boca acerca de cuan destructiva era mi vida. Gracias a ello aprendí a odiar y despreciar a todo el mundo. Y justo cuando aprendí a no necesitar a nadie, fue cuando decidí darme el último viaje. 

jueves, 7 de agosto de 2014

Verde

Golpe a golpe marca la pauta el renglón a seguir para no abandonar el apático camino que formó la desidia que todo lo inunda. Tan solo una copa quebrada en una mesa de noche cubierta de ceniza, y una botella de whisky vacía en el suelo. La misma cazadora raída que ha vivido una y mil noches de llanto y muerte en cada esquina de cada calle. Todo y más queda como polvo que se acumula sobre una bella estantería que se arquea por el peso, y que con el tiempo cede quedando como retazo inmortal de lo que era su esplendor.
Las calles están rotas, abandonadas e inundadas en lava. Los edificios y los pilares que sostenían el mundo se derrumban golpe a golpe. Vivo despacio mientras contemplo grandes saltos hacia la extinción de todo cuanto me rodea. Y se mueve golpe a golpe, con cada latido que marca el ritmo al que se ha de congelar todo ápice de vida. Se dibuja la muerte entre uno y otro, pero siempre sobrevivo.

No es un atardecer perecedero, sino un eterno recuerdo de aquello que no consigue morir, y no quiero seguir ahogándome en ello. Cada imagen que jamás podrá robarme nadie. Cada reminiscencia tóxica, inmortal y necesaria.
No me gusta ni esta carretera, ni las calles que la forman, ni el mundo en el que existen. Quiero cortar contacto con cualquier resto primitivo de vida. Volver a mi ser y asfixiarme en el. Limpiar mi mente y mi cuerpo de todo aquello que no era mío o sumergirme en lava y vivir en ella para siempre.

Es el mar el final del camino. Mucho se ha andado ya y mi cuerpo está cansado. Me dejo caer y me alejo flotando adentrándome en la oscura noche que forma el origen de mi perdición. Me vuelvo etéreo y me sumerjo en las profundidades de este océano que es ahora mi hogar. Caigo poco a poco contemplando la inmensidad que queda sobre mi hasta que esta asesina el último rayo de luz que consigue atravesar el recuerdo que constituye la distancia entre la superficie y yo. Y ya en el fondo y en la más profunda oscuridad, el rojo intenso del fuego que emerge de mi interior juega con el agua a crear el sepulcro que me dará descanso para hacerme uno con lo único que me importó y que ahora vive en imágenes y latidos. Y viviré así para siempre hasta que sea el mundo el que deje de existir.

jueves, 17 de abril de 2014

Sacerdotisa Lux

Sobrevivo al hedor que marca, domina y controla la realidad, pues sin mi no existe. Contemplo las piedras, las flores y lo que adorna y forma el camino, y lo advierto cual porción de mi mismo que un día abandoné a la desidia de un paraje abandonado y sin salida. Me aferro sin querer y voluntariamente a mi vida, donde mis manos y mis pies se funden con las raíces que estrangulan la tierra que piso. Cierro los ojos y me lanzo, me sumerjo, me hundo en las profundidades del mundo donde mora el silencio, donde se hace visible la naturaleza inquieta, inherente y no común de las personas.
Se cae el mundo o se alza victorioso, y ni lo percibo. Grita la gente o guarda silencio, y no lo noto. Se colapsa la vida de mentiras o evoluciona y prospera, y ni frío ni calor siento. Envejecen las personas, mueren, nuevas vidas ocupan el hueco que dejaron aquellas que expiraron, y yo, continuaré estático. Y eso es y será así, porque no puede ser de otra forma.

No conseguimos dominar nada, tratamos con aquello que se amolda a lo que deseamos y luchamos contra lo que se rebela. No tenemos el control y nos envenenamos intentando creer que si. Aprendemos a vivir con las heridas que nos deja la bestia que llevamos dentro, y cuanto mas conscientes somos de su existencia mas fuerte se vuelve y mas nos acercamos a la derrota.
Corrompe y desgasta todo cuanto rodea al individuo, pues infecta su mente haciéndole vivir creyendo que venció tras haber aceptado lo que en su día intentó combatir. Vamos curándonos las heridas que deja en nuestra piel, la aguja con la que tejemos nuestra soga. Cortamos, cargamos en nuestra espalda, pulimos y damos forma al ataúd que nos silencia.

Mira el agua que reposa tranquila sobre la tierra. Mira el agua, que adornada por la oscuridad que crea el abismo sobre el que duerme, crea el espejo en el que se refleja la luna. Nos habla de lo que somos. La observa y a ella se dirige. Mece su cabello y roza su rostro. La siente, el calor de su cuerpo, el latir de su corazón y su naturaleza. Siente el sabor de su piel y su mano en su cuello. Se clava en su pupila y se ahoga en su interior. Se pierde para no encontrarse jamás y vivir en eterna unión. Donde nunca cesa el primer instante y cada segundo esta tan vivo como el primero o el último. Se miran aun cuando ya no queda nada. Nada sobra. La perfecta conjunción de lo eterno.
Se unen, se rozan, se hacen uno desgarrando cada fragmento de su ser. Roban todo cuanto son para recluirse en si mismos. Cuerpo de blanco soberbio al clamor del deleite. Último suspiro con el que desaparecen.