jueves, 27 de noviembre de 2014

Sucio

Llegó un día en el que las drogas no causaban en mí el efecto que en su día me llevó a convertirme en su esclavo. Y cuando eso sucedió, sin darme cuenta, me vi buscando en cualquier pozo negro y sin fondo aquella chispa perdida que ya no encontraba con cada viaje que me pegaba. El sexo se volvió cada vez más agresivo, violento y sucio. Lo único que conocía de cada una de esas muchachas era cuantas copas necesitaban para llevármelas a la cama, si soportaban que compaginase el polvo con mis propios vicios, o en algunas ocasiones, su precio.
Los días siempre eran nublados, vacíos y eternos. Conocí lugares reservados solo para aquellos que no creían en la civilización. Lugares donde la mugre, el sustento diario, y la sangre se unían dentro y fuera del cuerpo. Donde la sociedad se estructuraba de forma piramidal, siendo el necesitado, sirvo de su camello.

Robaba por vicio. Cada día era una nueva carrera, un nuevo callejón donde esconderse y un nuevo desgraciado al que amenazar. Vivía al margen del mundo y es que fue el mundo el que me marginó. Y lo cierto es que esa necesidad no era más que un instinto primitivo de rebeldía injusta que necesitaba ser saciado. Era destrucción por el placer de la destrucción.
Todo era una nueva vorágine de sensaciones que sin saberlo me estaban condenando al más profundo de los abismos. Y lo sabía, pero aun así, nunca se me pasó por la cabeza parar.

Cada hotel al que íbamos me ocasionaba acabar durmiendo en el calabozo de la comisaria de turno. Era imposible dormir en aquellos sitios sin que acabasen como el escenario de una guerra. Era como si el mismísimo Satán se metiese en mí y susurrase en mi interior que subiese el volumen del equipo, que bebiese y me metiese todo cuanto mis “amigos” pudieran proporcionarme, y que follase hasta no tenerme en pie fruto del esfuerzo físico y de la sobre dosis de turno.
Siempre salíamos por la puerta grande, con las manos en la espalda y los grilletes en las muñecas. Con un sudor frio corriendo por nuestra frente, los ojos inyectados en sangre, y recibiendo intensas y hasta crueles miradas de los gerentes y clientes de dicho lugar. Sentía una mezcla de asco y pena de ellos por no ser capaces de saltarse el yugo de la sociedad como hacía yo, condenando sus vidas a frías y eternas monotonías que les consumían poco a poco.

 Y todo eso en las primeras noches y hasta que nos tocaba cambiar de ciudad, en cuyo caso la lucha que librábamos era la individual e interna por no matarnos al volante.
Se nos quedaba corta la carretera, conducíamos aun cuando ni si quiera éramos capaces de ver y aun así hincábamos el pie en el pedal del acelerador y nos jugábamos nuestras vidas en cada carrera como si de una simple partida de póker se tratase. Era como si de una eterna navidad se tratase con las lucecitas siempre alrededor del coche, solo que en nuestro caso las luces siempre eran rojas y azules acompañadas de multitud de estridentes sirenas gritando junto a nosotros.
Pero siempre fuimos inmortales. Siempre tuvimos el garaje de un conocido o un callejón sin ley en el que poder ocultarnos. Y cuando el organismo opresor se daba por vencido, nosotros asomábamos la cabeza y en ese momento era cuando todo volvía a empezar.

Era como un ritual. Aparcar el coche, colocarnos en posición, con los instrumentos a punto y los focos en la cara, luchar por darlo todo de ti mismo e intentar hacerlo aun cuando no podías ni sustentarte. Y aun así lo hacíamos perfecto, por eso siempre nos la comió todo el mundo.

Siempre fue una lucha, todos y cada uno de los aspectos de mi vida eran una completa y despiadada lucha. Cualquier cosa que viviese en esa época la vivía en su faceta más extrema, y gracias a ello siempre estuve solo y sin nadie.

Sin nadie que me molestase, nadie que me cohibiese, sin nadie que soltase mierda por la boca acerca de cuan destructiva era mi vida. Gracias a ello aprendí a odiar y despreciar a todo el mundo. Y justo cuando aprendí a no necesitar a nadie, fue cuando decidí darme el último viaje.