Sobrevivo al hedor que marca, domina y controla la realidad, pues sin mi no existe. Contemplo las piedras, las flores y lo que adorna y forma el camino, y lo advierto cual porción de mi mismo que un día abandoné a la desidia de un paraje abandonado y sin salida. Me aferro sin querer y voluntariamente a mi vida, donde mis manos y mis pies se funden con las raíces que estrangulan la tierra que piso. Cierro los ojos y me lanzo, me sumerjo, me hundo en las profundidades del mundo donde mora el silencio, donde se hace visible la naturaleza inquieta, inherente y no común de las personas.
Se cae el mundo o se alza victorioso, y ni lo percibo. Grita la gente o guarda silencio, y no lo noto. Se colapsa la vida de mentiras o evoluciona y prospera, y ni frío ni calor siento. Envejecen las personas, mueren, nuevas vidas ocupan el hueco que dejaron aquellas que expiraron, y yo, continuaré estático. Y eso es y será así, porque no puede ser de otra forma.
No conseguimos dominar nada, tratamos con aquello que se amolda a lo que deseamos y luchamos contra lo que se rebela. No tenemos el control y nos envenenamos intentando creer que si. Aprendemos a vivir con las heridas que nos deja la bestia que llevamos dentro, y cuanto mas conscientes somos de su existencia mas fuerte se vuelve y mas nos acercamos a la derrota.
Corrompe y desgasta todo cuanto rodea al individuo, pues infecta su mente haciéndole vivir creyendo que venció tras haber aceptado lo que en su día intentó combatir. Vamos curándonos las heridas que deja en nuestra piel, la aguja con la que tejemos nuestra soga. Cortamos, cargamos en nuestra espalda, pulimos y damos forma al ataúd que nos silencia.
Mira el agua que reposa tranquila sobre la tierra. Mira el agua, que adornada por la oscuridad que crea el abismo sobre el que duerme, crea el espejo en el que se refleja la luna. Nos habla de lo que somos. La observa y a ella se dirige. Mece su cabello y roza su rostro. La siente, el calor de su cuerpo, el latir de su corazón y su naturaleza. Siente el sabor de su piel y su mano en su cuello. Se clava en su pupila y se ahoga en su interior. Se pierde para no encontrarse jamás y vivir en eterna unión. Donde nunca cesa el primer instante y cada segundo esta tan vivo como el primero o el último. Se miran aun cuando ya no queda nada. Nada sobra. La perfecta conjunción de lo eterno.
Se unen, se rozan, se hacen uno desgarrando cada fragmento de su ser. Roban todo cuanto son para recluirse en si mismos. Cuerpo de blanco soberbio al clamor del deleite. Último suspiro con el que desaparecen.