Llegó un día en el que las drogas no causaban en mí el
efecto que en su día me llevó a convertirme en su esclavo. Y cuando eso sucedió,
sin darme cuenta, me vi buscando en cualquier pozo negro y sin fondo aquella
chispa perdida que ya no encontraba con cada viaje que me pegaba. El sexo se
volvió cada vez más agresivo, violento y sucio. Lo único que conocía de cada
una de esas muchachas era cuantas copas necesitaban para llevármelas a la cama,
si soportaban que compaginase el polvo con mis propios vicios, o en algunas
ocasiones, su precio.
Los días siempre eran nublados, vacíos y eternos. Conocí
lugares reservados solo para aquellos que no creían en la civilización. Lugares
donde la mugre, el sustento diario, y la sangre se unían dentro y fuera del
cuerpo. Donde la sociedad se estructuraba de forma piramidal, siendo el
necesitado, sirvo de su camello.
Robaba por vicio. Cada día era una nueva carrera, un nuevo callejón
donde esconderse y un nuevo desgraciado al que amenazar. Vivía al margen del
mundo y es que fue el mundo el que me marginó. Y lo cierto es que esa necesidad
no era más que un instinto primitivo de rebeldía injusta que necesitaba ser
saciado. Era destrucción por el placer de la destrucción.
Todo era una nueva vorágine de sensaciones que sin saberlo
me estaban condenando al más profundo de los abismos. Y lo sabía, pero aun así,
nunca se me pasó por la cabeza parar.
Cada hotel al que íbamos me ocasionaba acabar durmiendo en
el calabozo de la comisaria de turno. Era imposible dormir en aquellos sitios
sin que acabasen como el escenario de una guerra. Era como si el mismísimo Satán
se metiese en mí y susurrase en mi interior que subiese el volumen del equipo,
que bebiese y me metiese todo cuanto mis “amigos” pudieran proporcionarme, y
que follase hasta no tenerme en pie fruto del esfuerzo físico y de la sobre
dosis de turno.
Siempre salíamos por la puerta grande, con las manos en la
espalda y los grilletes en las muñecas. Con un sudor frio corriendo por nuestra
frente, los ojos inyectados en sangre, y recibiendo intensas y hasta crueles
miradas de los gerentes y clientes de dicho lugar. Sentía una mezcla de asco y
pena de ellos por no ser capaces de saltarse el yugo de la sociedad como hacía
yo, condenando sus vidas a frías y eternas monotonías que les consumían poco a
poco.
Y todo eso en las
primeras noches y hasta que nos tocaba cambiar de ciudad, en cuyo caso la lucha
que librábamos era la individual e interna por no matarnos al volante.
Se nos quedaba corta la carretera, conducíamos aun cuando ni
si quiera éramos capaces de ver y aun así hincábamos el pie en el pedal del
acelerador y nos jugábamos nuestras vidas en cada carrera como si de una simple
partida de póker se tratase. Era como si de una eterna navidad se tratase con
las lucecitas siempre alrededor del coche, solo que en nuestro caso las luces
siempre eran rojas y azules acompañadas de multitud de estridentes sirenas
gritando junto a nosotros.
Pero siempre fuimos inmortales. Siempre tuvimos el garaje de
un conocido o un callejón sin ley en el que poder ocultarnos. Y cuando el
organismo opresor se daba por vencido, nosotros asomábamos la cabeza y en ese
momento era cuando todo volvía a empezar.
Era como un ritual. Aparcar el coche, colocarnos en
posición, con los instrumentos a punto y los focos en la cara, luchar por darlo
todo de ti mismo e intentar hacerlo aun cuando no podías ni sustentarte. Y aun
así lo hacíamos perfecto, por eso siempre nos la comió todo el mundo.
Siempre fue una lucha, todos y cada uno de los aspectos de
mi vida eran una completa y despiadada lucha. Cualquier cosa que viviese en esa
época la vivía en su faceta más extrema, y gracias a ello siempre estuve solo y
sin nadie.
Sin nadie que me molestase, nadie que me cohibiese, sin
nadie que soltase mierda por la boca acerca de cuan destructiva era mi vida.
Gracias a ello aprendí a odiar y despreciar a todo el mundo. Y justo cuando
aprendí a no necesitar a nadie, fue cuando decidí darme el último viaje.