Nace, de forma imprevista y sin ser esperada, una débil y
primitiva llama. Se abre a la vida en cada uno de nosotros alimentándose del
oxigeno del que se vale para crecer y destruir aquello que toca. Crece y te cambia.
Inunda tu mundo, pinta las paredes de tu celda, se convierte en el combustible de
tu cuerpo, aniquila la narcótica melodía con la que se te doblega día a día
tirado en tu sofá, y desde su más temprana edad termina por dominar tu voluntad.
Se instala en tu mente una nueva idea, y como si de un virus
se tratase, se reproduce y evoluciona sin tener control alguno sobre ella. Lo
que un día te hacía criticar con soberbia aquello que no comprendías y que te
obligaban a rechazar, ahora se torna en algo que no sabes cómo interpretar.
Pero no le das importancia porque aun no percibes la amenaza que supone.
Surge la duda, y hace que te replantees tus principios. Pone
tu mundo patas arriba y ahora sientes rechazo sobre el nuevo rumbo que asumes
sin saber por qué, y es que ya estás cambiando. Poco a poco empiezas a
descubrir que la realidad en la que creías vivir no es la que realmente es. Empiezas
a darte cuenta de que no lo estás haciendo bien, de que no estás haciendo nada
para cambiar lo que ahora necesita un cambio. Pero aun sigues tirado en el sofá
porque sabes lo que implica levantarse.
Esa idea que en un principio era una simple llama en su fase
más prematura, ahora es un descontrolado y titánico incendio que devora todo
aquello que toca dejándote cada vez más sin un sitio dónde no escuchar su
llamada. Y es que a cada minuto que pasa te resulta más y más difícil no
escuchar su reclamo. Te llama constantemente y solicita tu sumisión. Se apodera
de tus actos y, aun cuando no quieres, terminas cediendo.
Te alzas y miras a tu alrededor, no tienes escapatoria. Te
secas el sudor de la frente con la manga de tu raída camisa de vestir blanca,
ahora negra como el más profundo de los abismos. Te limpias las manos en los
pantalones, y a continuación te frotas los ojos. Te analizas rápidamente y crees
encontrarte bien. El corazón se te sale del pecho, transpiras sin control,
todos tus músculos están exhaustos y en tensión. Tu cuerpo, en un acto reflejo
y animal, responde con las últimas fuerzas que le quedan ante la amenaza que se
cierne sobre sí, llevándote cual inquilino de algo ajeno, al inexorable final.
Te das cuenta de que careces del control de tus capacidades
físicas básicas, y decides que tienes que hacer algo para poder evaluar la
situación. Intentas ver algo en la oscuridad, pero fracasas. Extiendes los
brazos hacía los laterales y los elevas con intención de medir el habitáculo dónde
te encuentras, pero no consigues extenderlos completamente. Lo que antes era tu
salón y tu sofá, ahora es un excesivamente pequeño pasillo que te impide
dirigirte a otro lugar que no sea el final del mismo. Pasas la palma de tus
manos por la pared mientras caminas, y notas el claveteado en los tablones de
madera que la forman. Llegas al final y no puedes moverte pues la madera es
vieja y suena con cada movimiento que haces. Contienes la respiración para
eliminar temporalmente el jadeo y poder así escuchar lo que sucede. Pegas la
oreja a la puerta y sientes el tacto de la pintura agrietada y la madera
carcomida, y solo escuchas un agudo pitido, que ya existía desde el origen, que
ahora es ensordecedor, y que nunca percibiste hasta que apareció aquella llama
que desvió tu camino. Tu mano agarra con firmeza y desconfianza el pomo de la
puerta, y te planteas si debes abrirla, pero en el fondo sabes que lo harás. Y
terminas haciéndolo.
Abres la puerta y rebasas el marco. Frente a ti, al fondo,
hay una mesa con un objeto sin forma. Observas la habitación y te das cuenta
con cada paso que das, que eres parte de ella. Recuperas el control y acabas relajándote.
Según caminas vas descubriendo cada vez más y más cosas sobre ti mismo, y cuanto
más descubres sobre tu naturaleza más fácil te resulta identificar aquello que
descansa sobre la mesa. Y es en ese momento cuando el pitido ensordecedor es
asesinado y tú recuperas tu vida.
Extiendes lentamente la mano y recorres su superficie deleitándote
en los escasos detalles de su forma. Recorres su filo jugando a besar la hoja
sin llegar a cortarte, y terminas empuñándolo. Has dado un nuevo rumbo a tu
vida y terminas el final de una época sosteniendo con fuerza férrea tu aun
impoluto cuchillo de guerra. Y ese es el comienzo, el comienzo de lo que todo debió
haber sido siempre.