Cuán flébil resulta el rostro de quién camina por las ruinas
de lo que un día fueron idílicos y ostentosos palacios y jardines. Cómo se
pierde su mirada en el vacío y en la lejanía. Cómo dibuja, con sus recuerdos
sobre la realidad, el anhelo que ahoga su existencia.
Y es que es consciente de la realidad que le acecha y
doblega. Observa, atento, la erosión del tiempo sobre el mármol que antaño
formaba los pilares que aún a día de hoy se erigen dando descanso al esqueleto
moribundo de un sueño roto. Roza la superficie de estos con la palma de sus
manos y es capaz de volver a vivir el delicado tacto y la sensación fría e
impoluta que sentía cuando los tocó por primera vez. Y eso le hace caer.
Abre los ojos y, cansado, se pregunta por la pátina que
recubre el camino que solía atravesar de niño para ir a cualquier lugar de los interminables
jardines por los que solía perderse, pues no recuerda cuando apareció. Solía estar compuesto por grandes y largas
losas blancas. Ahora resulta inútil encontrar algún tramo que no haya sido devorado
por el cencido, pues no queda mas que la lucha de unas descoloridas piedras intentando no ahogarse entre la maleza.
Mire donde mire solo puede ver la decadencia que ahora le da
un color diferente a todo. Y lo peor es que no recuerda cómo pasó. Se mira a sí
mismo y no se reconoce, y se asusta. Está cansado pero no sabe por qué. Se da cuenta de que un día fue alguien muy diferente,
que murió, para bien o para mal, a manos de quien es a día de hoy. Y eso le
hace ser aun más siervo de sí mismo. Sus fracasos y sus victorias serán lo que atormente
su mente y construya su historia. Y tendrá que vivir con ello. Y así terminará
el camino, caminando sin importar cómo.