Desciende desde lo más alto de la más alta colina, hasta el más
profundo de los abismos. Y no muere. Desde la cumbre de los edificios desde los
que solíamos reírnos del mundo, de los pobres y tristes que adornaban nuestra
sociedad, los unos de los otros y de todo cuanto nuestra ignorancia nos
ocultaba, hasta el frio, inerte y contaminado suelo. Cae recorriendo
eternamente el mismo camino sin que el tiempo, las estaciones o la vida hagan
mella alguna en la carne de su cuerpo o en los jirones de su alma. Y allí
permanece inmóvil, como si él no formase parte del mundo que le rodea. Como si
el gas tóxico que inunda el aire que inhala se disolviese en sus pulmones y se
filtrase por su cuerpo para convertirse en la sangre que circula por sus venas.
Ahogado y a salvo, aislado, en la burbuja por y para la que vive.