jueves, 16 de julio de 2015

Aleta


<< Disculpe mi sargento —dijo Juliett con voz temblorosa—.
—Que quiere soldado, no es un buen momento para hablar. ¡¿Qué está haciendo?! Maldita sea coja ese fusil, levántese y cubra a sus compañeros.
—De eso quería hablarle mi sargento, tengo miedo señor.>>

Aquel soldado nunca había destacado mucho por sus actos, era callado, siempre entregado a sus pensamientos y siempre víctima de lo que ellos conseguían hacer de él. Se alistó en el ejército por su amada. Amaba y odiaba al mismo tiempo, y lo único que podía hacer para lidiar contra tal lucha, era luchar de verdad. Luchar por encontrar o crear algún tipo de paz. Algo que le concediese el perdón que tanto ansiaba y por el que moría día a día.
Aunque se forzaba a no creerlo, estaba allí porque necesitaba huir para no volver a todo lo que su vida le ofrecía.  Carecía de cualquier tipo de sentimiento patriota. Conocía la situación, sabía que había que hacer algo, sabía que el mundo podía ser un lugar bello, pero aun así, su principal interés era hacer algo correcto antes de irse. No estaba allí para lograr medallas que lucir ante su gente como algunos de sus familiares, no deseaba nada de eso, de hecho, todo le daba miedo. Cualquier tipo de sonido o ruido salvaje que se escuchaba en mitad de la noche le desvelaba. Lo único que deseaba, era volver a alguna casa y llorar porque ni tenía un hogar al que volver ni podía encontrar un fin por el que morir sin que ello le diese miedo.
Todo le aterraba, pero aun así, debía enfrentarse a todo aquello a lo que sus superiores le ordenasen. Sin embargo, en esta situación, lo único que tenía en mente era lo que allí estaba ocurriendo. No podía quitarse de la cabeza las miles de imágenes de compatriotas, mucho mejor preparados que él, cayendo nada más alzar su cuerpo para iniciar la marcha contra el tan odiado enemigo. Sabía que no podía expresar su miedo ni acobardarse con tanto honor desbordado por todas partes. Lo único que podía ver era como un puñado de jóvenes, armados solo con un fusil y algunas granadas en el cinturón, corrían hacia la muerte. Como se derramaba sangre por todos los rincones del terreno tintando cualquier rio que por allí circulase. Sabía que nunca se perdonaría no ir en su ayuda y eso le sorprendía, él nunca fue patriota ni se interesó por otra persona que no fuese su amada.
Era demasiado para él pero aun así sabía que no podía abandonar y era consciente de lo que le acababa de decir a su sargento.
<<¿Miedo? —Preguntó con una mezcla de sorpresa y exaltación el veterano sargento de primera apodado como Foxtrot —, ¿Miedo dices? Dime chico, ¿Crees que yo tengo miedo?

— No lo sé señor —respondió Juliett con la voz más temblorosa aun—. Creo que ahí fuera puede morir y creo que si no tuviese miedo habría perdido la verdadera idea de lo que supone vivir señor.>>

Por un instante no pudo creer lo que había dicho. Sentía, sin saber exactamente la razón, que aquello podía constituir una ofensa para el sargento.
El sargento siempre fue considerado como un hombre duro, firme y sin miedo a nada. Nadie pisaba tierra hasta que él no había inspeccionado la zona y la había librado de lo que en ella pudiese haber. No tenía reparos a la hora de sacar su arma y disparar contra todo aquello que atentara contra la seguridad del ejército y la patria a la que servía, tal y como él siempre pregonaba. Era un hombre al que le excitaba la sensación que le producía el ejecutar una defensa contra un ataque, una condena, o en general, cualquier tipo de acción que le permitiese actuar severamente contra lo inmoral. Era notablemente radical pero justo.
Juliett sabía que decirle lo que le había dicho a su sargento, un hombre que era temido el propio miedo, no era del todo correcto si valoraba su vida. Sin embargo, pensó que ya que iba a morir junto a sus compañeros, por lo menos morir diciendo lo que pensaba.
En ese momento, el sargento, que estaba a diez o quince metros de distancia, cogió su fusil, se puso de pie, y caminó lenta y sosegadamente hacia él mientras las balas jugaban a silbar a su alrededor. Según lo hacía, algunos de los compañeros de Juliett le aconsejaban al sargento que se agachase y fuese a gatas. Algunos incluso comenzaron a alzarse para abrir fuego contra el enemigo e intentar desviar la atención para que el sargento no resultase herido.
Cuando el sargento llegó a la posición de Juliett se paró y se quedó frente a él. Mirándole fijamente con esos profundos ojos azules ya cansados producto de los años de duro trabajo. Juliett, nervioso, le miró fijamente mientras notaba como el resto de sus compañeros se ponían cada vez más y más tensos.

<<¿Qué hace mi sargento? —Preguntó exaltado Juliett—, ¿no se da cuenta de que puede resultar herido?
— ¿Y qué pasaría si eso ocurriese? —El tono del sargento parecía cansado—, ¿Qué pasaría si alguna de las balas que me rozan, acertasen?
— ¡Por el amor de Dios Foxtrot, haga el favor de agacharse! —Juliett cada vez se sentía más sorprendido de sus reacciones. Siempre supo que no tenía mucha paciencia, pero lo que no conocía de sí mismo era que su paciencia fuese tan limitada como para darle una orden a su superior—
—Relájese soldado, relájese. Nuestra hora llegó cuando alguno de esos chupatintas que deciden el futuro de los hombres creyó oportuno que esta guerra tenía sentido —Respondió suavemente el sargento mientras se agachaba y se acomodaba junto a Juliett tranquilamente—. Dime soldado, ¿Por qué lucha usted?>>

En ese momento, Juliett miró rápidamente hacia sus compañeros, los cuales le miraban fijamente con una mezcla de intriga y sorpresa por la situación que estaban presenciando. Juliett sabia claramente cuál era su razón para estar ahí, sin embargo, era demasiado personal como para compartirlo con el sargento y sobre todo con sus compañeros.
La mayoría de los soldados que le rodeaban eran hijos de militares que a su vez tenían ascendencia militar. Los que no tenían familia, iban en busca de una a la que servir y con la que compartir los últimos minutos de vida. Otros muchos, simplemente, odiaban y necesitaban dar rienda suelta a sus pasiones. ¿Cómo podía él decir que lo que le había llevado a eso era el amor?

<<Amor, mi sargento.
—¿Amor? —El sargento se asombró de su respuesta—, ¿Cómo algo tan bello te ha podido traer a un lugar como este?
—No lo sé señor. Vine aquí con unos ideales, y ahora me encuentro perdido en medio de la nada que yo mismo he creado.>>

El sargento cada vez parecía más y más sorprendido de las respuestas del introvertido soldado Juliett

<<¿Amor por qué?
—Amor por la persona a la que amo.
—Disculpe soldado, pero, ¿Su esposa no murió antes de que usted se alistase?
—Si señor —El tono de Juliett cada vez era más oscuro y apagado—. Por eso estoy aquí, por amor.
— ¿Cree usted joven, que viniendo aquí va a encontrar la cura a ese dolor que siente? ¿Cree que la muerte le hará recuperar a su esposa?, ¿Cree que la muerte le llevará a ella?
—Ahora mismo no se ni quien soy señor. No tengo nada claro. Me alisté para luchar por una causa. Para luchar por la paz y morir dejando algo bello. Me alisté para no morir en vano. No quiero seguir caminando pues ya nada me ata a un suelo sobre el que caminar, pero tampoco me quiero ir habiendo fracasado y sin nada.
Sin embargo, ahora tengo miedo. Ahora no estoy seguro de que ningún tipo de lucha que libre aquí vaya a servir para algo. El mundo está corrupto y los bosques por los que hoy morimos, jamás volverán a florecer. Las vidas que hoy se apagan, nunca volverán a brillar. El silencio que poco a poco creamos con la devastación con la que firmamos nuestras vidas, jamás dejará el lugar en el que nace. Mi única pregunta ahora es, ¿Qué hago con mi vida si no tengo ni una cama sobre la que dormir, ni una causa por la que luchar? ¿Qué hago si no tengo ganas ni de vivir, ni de morir?>>

El sargento le miró fijamente, era curioso como en plena guerra alguien podía encontrar tiempo para esa clase de sentimientos. Miró al resto de los soldados que le rodeaba y a continuación miró al suelo. Extendió la mano y cogió algo de tierra, y la dejó escapar entre sus dedos. Después de esto, con la misma mano, arranco una de las pocas flores que quedaban intactas por la zona.

<<Dime soldado, ¿Cuánta vida crees que le quedaba a esta flor?
— No lo sé señor, supongo que no mucho teniendo en cuenta la escena.
— Soldado, todo ser vivo nace y muere. Todos y sin excepción. Esta flor tuvo la desgracia de vivir en un plano en el que lo único que podía encontrar era destrucción. Sin embargo, piense, con sus actos usted ha cambiado el destino de esta flor. ¿Qué piensa o siente si le digo que esta flor ha pasado de morir aplastada por cualquiera de nosotros, a morir arrancada por las manos de uno de los que está destruyendo su hogar para explicar la belleza que tiene aun antes de morir?
— No lo sé señor. No sé muy bien cómo afrontar las preguntas que me hace. A mí, el nuevo destino de esa flor me evoca belleza.
— No cree saber responder, pero lo está haciendo y bastante acertadamente —Dijo el sargento con una pequeña sonrisa dibujada en el rostro—. Y, ¿Por qué belleza?
— Me parece irónico que en medio de una guerra, usted hable de la vida de una flor. Es una flor bonita y aunque ahora solo huelo a pólvora y muerte, estoy seguro de que esa flor huele como un amanecer en paz y armonía. A mí, esta situación me parece bella.

— Le contare una historia soldado. ¿Ve aquel árbol de allí? —Le pregunta el sargento mientras señalaba con su negruzco dedo un árbol solitario y encorvado en medio de una llanura— ¿el que está junto nuestros colegas del cuarto regimiento?, ¿puede verlo?
—Creo que si sargento.
— Hace ya muchos años vine aquí con la que por aquel entonces era mi mejor amiga y mi futura esposa.
— ¿Aquí mi sargento? —Se preguntó qué le relacionaría al sargento con ese lugar, territorio enemigo desde hacía mucho tiempo. Pensó que lo mejor era no preguntar por la relación por cómo se lo pudiese tomar—, ¿a cuánto está esto de su hogar mi sargento?
— Está a mucha distancia soldado, escuche mi historia y lo entenderá todo.
— Lo siento seño, continúe.
— Lo cierto es que por aquel entonces yo ya estaba completamente enamorado de ella y ella de mí, sin embargo, yo, por aquel entonces no era más que un chiquillo de tu edad, no supe verlo. Aparqué un Ford Eiffel que alquilé con el poco dinero que me dejó mi padre a su muerte. Llevábamos comida, un mantel, bebida, cubiertos, platos, vasos y servilletas en una preciosa cesta de mimbre con unos lazos de cuadros blancos, rojos y rosas.
Como te digo, aparqué el coche, me baje y abrí la puerta extendiendo mi mano para ayudarla a bajar. Ella salió del coche y se sacudió un poco, y se giró hacia mí. Oh, Dios mío muchacho, jamás había visto tanta belleza junta. Era primavera y hacia sol, pero un sol agradable, un sol que iluminaba todo cuanto había a nuestro alrededor pero sin elevar demasiado la temperatura. Había un agradable frescor en el ambiente y encima corría algo de brisa. Era todo perfecto.
Yo estaba bastante nervioso, mis orígenes son humildes y procuraba ser correcto a la hora de comer y a la hora de tratarla. Estaba tan preocupado por hacerlo todo perfecto, que cuando ella me contaba las pequeñas cosas de su día a día, yo no conseguía escucharlas todas. Estaba luchando por no perderme en su belleza, por atenderla como se merecía, y escuchar todo aquello que me contaba.
Comimos tranquilamente, al menos ella y el paisaje lo estaban. Comimos y al acabar, saque un pedazo de tarta que se empeñó en comprar al verlo en un escaparate de una tienda cercana al lugar donde alquilé el coche. Cuando terminamos de comerlo, me tumbé en el suelo y ella me miró con una sonrisa en la cara y comenzó a bromear sobre lo cómodo que me encontraba allí tumbado, a lo que la respondí que se acostase junto a mi para disfrutar de las vistas. Y así lo hizo. En ese momento yo era feliz soldado.

Estaba con la persona a la que amaba, disfrutando del más bello de los paisajes que jamás haya podido contemplar y escuchando su voz y su respiración en todo momento.
De golpe, la di las gracias. Sentía que tenía mucho que agradecerla y aunque sabía que no debía hacerlo, puesto que no tenía nada que agradecer ya que su comportamiento era el de una simple amiga, aun así lo hice. Claro está, ella me preguntó que porque la daba las daba las gracias, a lo que yo no supe que contestar.
En ese momento, se incorporó, se sentó sobre mi vientre, y con su habitual sonrisa cincelada sobre su rostro me dijo “te amo”. Soldado, en ese momento me hice inmortal.
Me quedé pensativo unos segundos, y la besé. Soldado, jamás he visto nada tan bello como ella en ese momento. Su melena brillaba y sobre su cara se dibujaba en forma de sombras las hojas de los árboles que jugaban con la luz del sol. ¿Sabe que hicimos después soldado?
— No, señor.
— Recogimos todo, nos subimos en el coche, fuimos a la iglesia más cercana y nos casamos.
— No sabe cuánto me alegro por usted señor. ¿Por qué me ha contado esta historia?
— Mi esposa murió un año y medio más tarde de que nos casásemos muchacho, y con este, hace veintiséis años que no la veo. Antes preguntaste que a cuanto estaba mi hogar de este lugar, y yo te contesto que está a muchísimos kilómetros y que yo nunca habría podido llegar hasta aquí y menos acompañado. Efectivamente ni mi esposa ni yo estuvimos nunca aquí, este es territorio enemigo desde hace muchos años. La historia que te he contado sucedió exactamente igual solo que en otro lugar a unos cuantos cientos de quilómetros de nuestras respectivas casas. Pero soldado, piensa si sería posible que lo mismo que me ocurrió a mí en aquel árbol, le hubiese podido ocurrir a alguno de los nativos de esta zona en ese árbol de ahí en aquella época en la que lo único que había aquí era paz.
— Supongo que sí.
— Yo creo que sí. Soldado, cuando no te queda nada, lo mejor y lo único que puedes hacer es morir en paz. Y si no encuentras esa paz, la creas. Es posible que no obtengas nada a cambio, es posible que ni si quiera obtengas el gratificante sentimiento de saber que has hecho algo bien, pero aun así, debes actuar siempre correctamente. ¿Crees que estamos aquí principalmente para salvarles la vida a los nativos que están muriendo? Eso es caridad y una de las razones de por las que estamos aquí, pero no la principal. A mi parecer, la principal razón de estar hoy muriendo por gente que ni conocemos, es la de terminar con esta guerra para darle a los que vengan y vivan aquí en un futuro, la oportunidad de vivir una vida saboreando toda su belleza.

En ocasiones el dolor nubla nuestro juicio. En ocasiones el dolor se acentúa cuando descubres que por mucho que hagas, nadie ni nada te concederá un segundo de alivio. En ocasiones el dolor puede incluso llegar a hacer que no desees continuar. Pero aun así, siempre has de irte intentando dejar el mundo de la mejor forma posible dentro de lo que esté en tu mano.
¿Por qué crees que lucho?, ¿Por defender mi patria? Eso es lo que yo consigo hacer que creáis. ¿Quieres que te cuente un secreto muchacho?
— Por supuesto mi sargento.
— La vida me arrebató lo único que amaba en este mundo. Mientras me queden fuerzas, yo lucharé para que nada más que la vida pueda arrebatarle a alguien aquello a lo que ame>>

En ese momento Juliett se quedó pensativo, sin saber qué hacer, sin saber que decir y sin ganas de nada. Las palabras de Foxtrot resumían su vida y su forma de pensar, y aunque se alistó justamente para obtener el mismo fin que su sargento, Juliett no compartía su idea de obtener la paz que buscaba por medio de la violencia. Es cierto que en ocasiones la única forma de dejarles algo de paz a nuestros seres queridos, e incluso a aquellos que no conoces, es la acción, sin embargo, la vida para Juliett era demasiado bella como para ensuciarla de tal forma.
Ahora se encontraba ahí tirado, rodeado de arena mezclada con sangre, de casquillos de bala y de compañeros a los que ni conocía y por los que debía dar la vida. Todos asustados y rezando por no ser ellos los siguientes en morir. Deseando, todos, salir de esa improvisada trinchera que hizo alguna granada en algún momento.

Cuanto más miraba a su alrededor más se daba cuenta de que por mucho que lo intentaba no conseguía descubrir que hacía ahí. Tenía una mezcla de odio y de paz en su interior que no lograba dominar. En ocasiones no podía controlar la ira que le ocasionaba todo ese dolor almacenado y que tanto desgarraba su ser segundo a segundo. Cada cierto tiempo, alguna imagen de su pasado más doloroso resucitaba en su mente y le hundía hasta no tener fuerzas más que para hacer latir su corazón. En ocasiones, algo de su presente le evocaba algún recuerdo de su pasada y ya muerta vida, o simplemente, todo aquello que aún no había superado ganaba la batalla que libraba contra el mundo cada día. Cuando era ese sentimiento el que le dominaba, Juliett era el odio en persona. En esas situaciones daba igual quien intentase frenar sus actos, la vida le trataba como a un perro de presa entrenado para cazar y el cazaba odiando.


Otras veces, por el contrario, se hacía inmortal. Se volvía frio como el hielo y nada podía afectarle. Se dejaba dominar por la paz que en ciertas ocasiones se le presentaba. En esas situaciones llegaba a perdonar a todo aquel que le hizo daño, e incluso, se llegaba a perdonar a sí mismo. En esos momentos bajaba hasta el propio infierno si con eso conseguía ayudar a los demás. Se hacía mejor persona y conseguía obviar su pasado para poder volver a amar. No buscaba grandes cosas, cualquier cosa era digna de admiración y de ser querida.

En este momento Juliett se sentía a si mismo de ambas formas. Sin embargo, ahora, gracias en parte a las palabras de su sargento, ahora sabía que la única forma de obrar era la segunda por mucho que le dominase la primera. Ahora sabía que el dolor es algo de lo que nunca se podría separar, y que no debía dominarle. Que el error reside en no respetar la memoria de lo que murió, permitiendo que nuestro pesar se adueñe de nuestra frágil alma y la guíe a través del camino de la destrucción. Pues el mero hecho de atentar contra lo que un día fue sagrado para sí mismo, no constituía para Juliett más que una falta a todas esas promesas inmortales que un día formuló.
Le debía a toda esa belleza que en su día escribió su pasado, y a sí mismo, el simple hecho de no abandonar los renglones que formaban la historia de su vida. De no dejar de caminar y vivirla en toda su amplitud y profundidad. Degustando cada elemento que la formase y viviendo hasta que su rostro perdiese su fuerza y su cabello se tiñese del color de la nieve. De forma que cuando estuviese a punto de morir, cuando se encontrase a tan solo unos segundos de obtener la paz eterna, pudiese hacer un balance de su vida y saber que aunque la vivió solo desde que se perdió siendo un niño, vivió por dos amando tanto como el primer día. Que la vida que no pudo ser, la vivió aun suponiendo todo lo que suponía.

Ahora sabía que debía salir de ahí puesto que el seguir en esa situación era un error que no estaba dispuesto a cometer. Su vida ahora estaba en el campo, lejos de cualquier tipo
de civilización. Cualquier lugar en lo alto de alguna pequeña colina cerca del mar donde pudiese contemplar el infinito sin olvidar lo que le había salvado la vida, todo lo que amó. Debía salir de ahí y quería hacerlo cuanto antes y teniendo el mínimo contacto posible con el ejército al que servía.
Sin embargo, sabía que ninguno de sus superiores le dejaría marchar. Estaban en guerra y su obligación como ciudadano era la de servir a su patria. Solo los heridos podían dejar el campo de batalla.
En ese momento, giro la cabeza con intención de mirarle a los ojos al sargento que aún estaba sentado a su lado y le dijo:

<<Las flores muertas, todas y cada una de ellas, están y estarán siempre muertas. Y como simples flores que son, serán olvidadas. Y durante todo ese tiempo que aun permanezcan en nuestro recuerdo de tal forma, no serán las bellas flores que fueron, no, serán la ceniza negra, triste y muerta que son ahora. Y será así para siempre hasta que no cambiemos nosotros mismos y pasemos de verlas como flores muertas a flores dormidas. Será entonces cuando toda la luz que desprendían en el pasado resucite y vuelva para quedarse puesto que nunca se perdió. Cuando podamos vivir en paz sin llorar ni sangrar. Cuando podamos despedirnos sin dejar nada atrás.
Sargento, esa paz no se consigue aquí. Esa paz muere entre nosotros a cada paso que damos frente al enemigo. Esa paz muere cuando tenemos algún enemigo. Sargento, yo necesito huir y vivir en paz. Necesito morir solo, sin pecados y haciendo que los que me juzgan estén orgullosos de mí.
Necesito huir de cualquier civilización, y no quiero que al hacerlo se me considere un desertor. ¿Entiende sargento? Estoy dispuesto a pagar el precio que cuesta esa paz.>>

En ese momento Juliett se alzó lo suficiente como para comenzar a gatear sin que le viese el enemigo. Al verle hacer esto, el sargento se quedó pensativo intentando averiguar la intención de sus actos.

<<¿Dónde vas soldado?, ¿Quieres que te ayude?, ¿Quieres que sea yo quien lo haga?
—Gracias sargento, pero no. Si lo hago aquí lo único que conseguiré será convertirme en una carga para vosotros. Además, debo hacerlo yo pues es mi decisión — En ese momento Juliett miró a todos sus compañeros y extendió su mano hacia el sargento con intención de estrechar la suya, y acto seguido sonrió—. Cuando este cerca de las primeras líneas ahí apretaré el gatillo. Cuídense, fue todo un honor.>>

Esa fue la imagen que jamás pudo borrar de su mente el ya anciano soldado Juliett. Cada cierto tiempo acariciaba la herida que produjo aquella bala en su pierna. Herida que consiguió hacer que pudiese abandonar esa escena y que aun a día de hoy, muchos años más tarde, le seguía doliendo.
Ahí se encontraba él, en una mecedora, en el porche de madera blanca de su modesta casa en lo alto de una colina tal y como siempre deseó Contemplando la puesta de sol que dibujaba una preciosa estela naranja sobre el mar. Acariciando su cicatriz y con multitud de sentimientos en su corazón.

Con cierto aire de cansancio y plenitud se incorporó un poco, miro hacia su huerto, y contemplándolo cogió un lápiz y sobre una hoja de papel, que el mismo había creado, comenzó a escribir:

Querido tú.
Nos limitamos a alzarnos, andar, caer y volver a alzarnos. No nos paramos a observar. Perdemos demasiado tiempo organizando nuestras ajetreadas vidas. Pasamos ante todo pensando como evadirnos, como llegar a tocar la perfección. Somos la venda que ciega nuestros propios ojos. Nos lamentamos en exceso. Nos lamentamos, incluso, de lo que nosotros mismos nos causamos. No somos capaces de ver la verdadera esencia de cuanto nos rodea. Es el egoísmo, el que bajo nuestro consentimiento, nos hacer perder todo aquello que lloramos. Nos limitamos a vivir como espantapájaros, simplemente eso, vivir. No le damos valor a las ideas, ni a los sentimientos. Pasamos ante todo como pasajeros de un viaje. Hacemos que todo sea fugaz, perecedero. Cada minuto de nuestras vidas, cada momento ante la luz del sol, cada mirada, cada gesto, cada sonrisa, cada segundo cerca de los que amamos es la recompensa a todos nuestros esfuerzos. Nos esmeramos por descubrir, por hallar, por alcanzar la perfección. Damos por fracasados nuestros sueños, si no llegan donde quisiéramos. La perfección no existe, pero siempre se puede luchar por rozarla.
Solo nos damos cuenta de la verdadera importancia, del verdadero valor, del verdadero amor que le tenemos a las cosas, cuando las creemos perdidas. Es entonces cuando, directamente, nos lamentamos en lugar de tratar de entendernos los unos a los otros y luchar por lo que somos y por lo que nos hace ser. Somos nosotros, única y exclusivamente nosotros, los que tenemos el poder de ver la belleza que sin duda hay y que constantemente nos empeñamos en cubrir. Permitimos que nuestra mente tire del corazón, impidiendo así, el poder detenernos, el poder observar, el poder pensar.
¿Por qué amar?, ¿por qué reír?, ¿por qué sentir? Todo, al final, todo se reduce a un prójimo. Tener alguien en quien confiar, alguien con quien ser quien realmente eres, alguien con quien poder ser vulnerable. Alguien a quien mirar sin temor, alguien con quien hablar. Que aun sin quererlo, guie tus pasos. Que no necesite palabras, para poder oír un te necesito. Tener a quien deber sin saber cuánto. Alguien que consiga encontrar en tu felicidad, la suya. Tener a quien amar. Alguien en quien depositar todo, absolutamente todo lo que eres, y que a pesar de ello, no pase nada. Que en el fondo no quede nada, pero sin embargo siga estando ahí.

Ese es nuestro verdadero regalo y recompensa, es lo que nos hace humanos, es por lo que podemos y debemos luchar y es lo verdaderamente bello de la vida.